He vuelto estos días de largo puente madrileño sobre La resistencia (*), del escritor argentino Ernesto Sábato, uno de mis libros favoritos. Me ha resultado, una vez más, un pequeño tesoro lleno de sabiduría y fuerza.
No hay desperdicio en esta llamada a la resistencia espiritual y cultural, plena de esperanza, a favor del ser humano. Pero en esta lectura me quedo con una idea: la inmensa diferencia entre la resignación y la aceptación.
La resignación es, en el fondo, incorporar una visión determinista del ser humano, en la que de hecho no hay espacio para la libertad ni la responsabilidad. Es caer en el más estéril de los victimismos. Es un conformismo gregario y despersonalizador. Es dejar el espacio libre al mal por efecto de nuestra pasividad. Es el egoísmo individualista en estado puro, «no ser solidario con nada ni con nadie» (Sábato). Es vivir con miedo.
La aceptación, en cambio, supone respetar la libertad de los demás y la nuestra propia, entendiendo, como decía Camus, que «la libertad no está hecha de privilegios, sino que está hecha sobre todo de deberes». Es entender que el corazón de todo hombre está fracturado por una división en la que el bien y el mal luchan a brazo partido. Es reconocer que nosotros no lo podemos todo y que sólo Dios es el Señor de la Historia. Es verificar que el Espíritu sopla cuando quiere y donde quiere, no donde nosotros calculamos. Pero es también contar con la voluntad humana, con su libertad y su responsabilidad. Es entender la realidad en todas sus dimensiones, desde las más naturales a las sobrenaturales que representan un Misterio ante el cual sólo cabe el asombro, la admiración.
Optar por la aceptación es, al cabo, y como afirma también Sábato, comprender que «cada uno de nosotros posee más poder sobre el mal en el mundo de lo que creemos». Y entonces, concluye, «tomamos una decisión».
Jaime Urcelay
(*) Seix Barral, Biblioteca Breve, Barcelona, 2000, 125 págs.